‘Las comillas tienen su importancia’: Foucault y la constitución de la ‘sexualidad’ By Adam Sharman The University of Nottingham Published in: Las marcas del género. Configuraciones de la diferencia en la cultura, edited by Fabricio Forastelli and Ximena Triquell (Córdoba-Argentina:Centro de Estudios Avanzados-Universidad Nacional de Córdoba, 1999), pp. 29-44. Este ensayo responde al estímulo de dos títulos. El primero, ‘Representaciones de género en la cultura argentina contemporánea’, es el nombre que se dio al proyecto bajo cuyos auspicios se organiza el presente volumen. Aunque el título del proyecto no lo indique explícitamente, en el desarrollo del ‘Plan de trabajo’ se aclara que con la palabra ‘contemporánea’ se está apuntando al periodo histórico de la posdictadura, de la vuelta a la democracia en la Argentina. ‘La hipótesis central de la investigación parte de considerar que el proceso de democratización en Argentina desde 1983 implica una reconfiguración de las definiciones tradicionales de sexo y género.’ Bajo el nuevo régimen político, en medio de una nueva etapa para los movimientos sociales y también para la universidad argentina, ¿cómo se representa el género en la cultura argentina?, ¿cuál es el estado de la cuestión del género en lo que se refiere a la academia y a las posibilidades de análisis que allí se encuentran? El uso de la palabra ‘género’, préstamo de otro contexto academico-institucional (de los gender studies norteamericanos), servirá para advertirnos desde el principio que ni el proyecto ni la cuestión que en él se plantea (¿cómo son las representaciones de género en la cultura argentina contemporánea?) tienen raíces exclusivamente argentinas. La cuestión del género, de las representaciones de género, será siempre excesiva en relación a este contexto ‘determinado’ (Argentina posdictadura), pero de ninguna manera estará exenta de las marcas del mismo (no se trata de universalizar el tema). La vuelta a la democracia y la apertura político-social que ella supone marcan todo el proyecto 1. El segundo título, ‘Género y política: identidades sexuales en el análisis cultural’, proviene de uno de los encuentros que tuvieron lugar como parte del mismo proyecto, aquél que se celebró en un espacio y un tiempo llamados argentinos, en la ciudad de Córdoba en septiembre de 1997. Marca un claro intento de establecer una relación entre género y política, un intento al mismo tiempo de pedirnos que consideremos estas cosas en relación a la cuestión de las identidades sexuales en el análisis cultural. Entonces, la pregunta que se nos plantea no es sólo: ¿qué entiende la política argentina, la política de la democracia argentina, de la República argentina, por el género y las identidades sexuales? También se les pregunta a aquéllos que practican el trabajo intelectual: cuando hablan de las identidades sexuales en el análisis cultural, ¿han entendido la palabra y el concepto de ‘género’, han entendido la conexión entre género y política? Este ensayo responde a estos títulos mediante el análisis de la obra de Michel Foucault. Lo que propone hacer en las páginas siguientes es explorar de qué manera la tan influyente obra de Foucault, y más concretamente los tres volúmenes sobre la Historia de la sexualidad, puede o no ayudar al análisis cultural del género y de las identidades sexuales. Por supuesto, hay que tener en cuenta que Foucault poco o nada tiene que decir sobre la cuestión de la democracia y sus constituciones. Su recelo hacia el marco político-jurídico de las democracias burguesas, con sus principios formales de igualdad y justicia, es bien conocido2. Sin embargo, su obra trabaja el campo semántico-conceptual de otro significado de la palabra ‘constitución’, ese lugar común de cierto pensamiento moderno que les permite a los académicos enunciar lo siguiente: The working class did not come to Peronism already fully formed and simply adopt Peronism and its rhetoric as the most conveniently available vehicle to satisfy its material needs. In an important sense the working class was constituted by Perón; its self-identification as a social and political force within national society was, in part at least, constructed by Peronist political discourse which offered workers viable solutions for their problems and a credible vision of Argentine society and their role within it. (James: 38. El énfasis es mío) Por constitución (y su sinónimo ‘construcción’) se entiende aquí una actividad conceptual y al mismo tiempo profundamente ‘material’ (la oposición conceptual/material es, en rigor, inválida) que consiste en reunir, ordenar, organizar, hacer visible una entidad que no tendría semejante forma fuera de tales procesos. Procuraré hacer visible la lógica que sostiene la concepción que Foucault tiene de constitución, sobre todo en lo que se refiere a sus ideas sobre el poder. Pero también, y precisamente en relación a su trabajo sobre la Historia de la sexualidad, apuntaré las limitaciones que tiene esta metodología para el análisis cultural del género y de las identidades sexuales. En route, el ensayo recordará el trabajo de Jacques Derrida sobre la solidaridad histórico-conceptual entre política, amistad y justicia, proponiendo que Derrida señala de forma ejemplar algunos de los problemas que habitan la petición — la petición democrática — de que la política, es decir al fin y al cabo la democracia misma, sea amiga del género y, por extensión, de las identidades sexuales. Para Aristóteles, la política y la amistad se unen la una a la otra en su origen y en su telos. Las dos son contemporáneas y coextensivas. De hecho, todo lo que sucede en la polis, todo lo que se cristaliza en torno a la elección deliberada (proaíresis) del vivir-juntos (tou suzen), es obra de la amistad. Obra también de la justicia, de aquella relación de justicia que existe entre ‘des êtres capables d’entrer en communauté de partage ou de participation (koinônesai) selon la loi (nómos) et la convention (suntheke), la convenance de la convention’ (Derrida 1994: 223). En el esquema aristotélico, la democracia es a efectos prácticos sinónima de la política, y, por lo tanto, la forma más favorable a la amistad,ya que representa la forma de gobierno más propicia para la igualdad entre ciudadanos, para la participación comunitaria basada en la ley, el contrato y la convención. Volveré al final sobre las dudas que articula Derrida respecto del discurso político-filosófico dominante sobre la amistad, y respecto de la política de la amistad, dudas que conciernen a la cuestión numérica (¿cuántos amigos se puede tener y seguir llamándolos amigos?) y precisamente a la cuestión del género (a saber, el privilegio que se les confiere a los temas de la fraternidad y la fraternización en el pensamiento occidental sobre la política). * El título del presente trabajo nos remite a la obra en la que Foucault, en palabras de Maria Daraki, ‘viaja a Grecia’. Más concretamente, nos remite a la primera página del segundo volumen de la Historia de la sexualidad. (Podría decirse, de paso, que la introducción a tal historia ya se había escrito en 1961, en el capítulo tres de su Folie et déraison.) Fue su intención, Foucault nos dice en L’Usage des plaisirs, escribir una ‘historia de la "sexualidad": las comillas tienen su importancia’ (Foucault 1984: 9)3. ¿Por qué tienen importancia las comillas con respecto a la palabra ‘sexualidad’? Porque esta última, que apareció en Europa sólo a principios del siglo pasado, forma parte de un sistema lógico-semántico propio de un dispositivo de poder mayor que incita a los ciudadanos a ‘reconocerse como sujetos de una "sexualidad"’ (Foucault 1984:10). Entiéndase: sujetos de y sujetos a. Para Foucault, las designaciones ‘sexualidad’ e ‘identidad sexual’ son sinónimas e igual de sospechosas. Las comillas, o scare-quotes (citas que asustan) como se las llama apropiadamente en el inglés norteamericano, sirven de advertencia contra la mitología filosófica que se oculta en el lenguaje y que nos hace pensar que las cosas parecen más sencillas de lo que son: We are constantly led astray by words and actions, and are induced to think of things as simpler than they are, as separate, indivisible, existing in the absolute. Language contains a hidden philosophical mythology, which, however careful we may be, breaks out afresh at every moment. (Nietzsche: 192) Las comillas nos advierten no de un objeto que exista como separado, indivisible, absoluto (hecho de genes, hormonas y cromosomas), sino de un proceso de nominación que irrumpe a cada instante, con cada enunciado. Dentro de este proceso, hay una clara solidaridad político-conceptual entre nombrar, definir y clasificar, por un lado, y moldear y controlar por otro. Pouvoir-savoir, con guión y no con barra, es el nombre que Foucault da a este continuo. Pero la obvia objeción que se nos plantea, a nosotros que practicamos el análisis cultural, es la siguiente: si el término ‘sexualidad’ designa una nefanda voluntad de clasificar, ¿no perpetramos la misma agresión por medio de nuestro propio discurso, tal vez mediante el título de nuestro coloquio? ‘Género y política: identidades sexuales en el análisis cultural’, dice. ¿Por qué no llevan comillas estas palabras (sobre todo ‘identidades sexuales’)? ¿O es que las comillas ya no tienen su importancia? En la primera página de L’Usage des plaisirs, el mismo Foucault empieza a distanciarse de un discurso, que había sido muy suyo, en el que llevaban un peso considerable palabras como dispositif y signos de puntuación como las comillas. Tras una feroz e insistente denuncia del saber occidental elaborada a lo largo de muchos años, el pensador francés que más quiso valerse de la herencia de Nietzsche se da cuenta de la imposibilidad de escapar a sistemas lógico-semánticos; pero comprende, al mismo tiempo, que no todas las maneras de ceder a dichos sistemas son de igual valor. Entiende asimismo, en contra de la idea principal que había motivado casi todo su trabajo hasta aquel entonces (idea según la cual o bien le regard o bien les mots dictaban la naturaleza des choses), la necesidad de ‘prendre au sérieux la réalité du monde extérieur’ (Derrida 1967: 182), la necesidad lógica de postular algo que tenga cierta independencia respecto del aparato linguístico-conceptual, algo que tenga su propia materialidad — aún si ese algo nunca podría gozar de la condición de ‘la cosa en sí’ ni ser conocido objetivamente. Insisto en el carácter de volte-face que supone este entendimiento con respecto a la línea principal de su obra. En una frase que fácilmente se pierde, Foucault afirma en L’Usage des plaisirs que, aunque el término ‘sexualidad’ haya aparecido en el siglo diecinueve, semejante aparición no marca la emergencia súbita de ‘ce à quoi il se rapporte’ (Foucault 1984: 9). El hecho de que la nomenclatura haya surgido por aquel entonces no significa que la cosa no existiera antes. Dicho sea de paso que este ce à quoi il se rapporte sugiere, entre otras cosas, que el análisis cultural del género y de las identidades sexuales no puede pasar por alto la ciencia contemporánea. Aún si la ciencia ha sido responsable de un insidioso biologismo, y aunque no debemos nunca bajar la guardia frente al impulso objetivante de la ciencia, sería ocioso negar los valiosos descubrimientos que las humanidades han heredado de la ciencia. Hasta podría decirse que la ciencia ya está inscrita en ‘el análisis cultural’ (las comillas tienen su importancia). Pero queda por determinar lo que un análisis cultural propiamente foucaultiano puede aportar a las problemáticas en torno a género, política e identidades sexuales. La respuesta provisoria que doy a esta pregunta roza con lo banal: el trabajo de Foucault tiene aportes positivos y aspectos más conflictivos que deben someterse a examen. Para llegar a una respuesta menos banal, propongo considerar cuatro cosas que figuran como objetos de análisis en la obra de Foucault— es decir, el poder, la ley, el individuo, y la política — procurando enlazarlas mediante la palabra y el concepto de ‘constitución’. Esta palabra y este concepto, al igual que los sinónimos que juegan el mismo papel dentro del discurso foucaultiano (‘construcción’, ‘producción’, ‘fabricación’, ‘formación’), son cifra en Foucault de lo que en otros lugares recibe el nombre de ‘constructivismo social’. Que yo sepa, Foucault jamás se valió de este barbarismo ni consideró que su propio trabajo formara parte de semejante tendencia, tendencia que se opone a la aproximación entre naturaleza y verdad característica del Iluminismo, a la que él denominaba en un ensayo de los años cincuenta sobre la historia de la psicología le préjugé de nature (Foucault 1994: 122). Sin embargo, el barbarismo nombra el aire que respira gran parte de su obra. Foucault no tenía la costumbre de hablar del trabajo intelectual, del saber, en términos de una forma de política. Prefirió concebir el saber como forma de poder, como fuerza multiforme que excede o se desliza capilarmente por las estructuras y convenciones de la política, de una concepción de la política que seguiría definiéndola exclusivamente en términos de partidos, elecciones y constituciones. La culminación de su trabajo sobre el poder se encuentra principalmente en La Volonté de savoir, y consiste, para decirlo de una manera demasiado sintética, en interrogar aquella concepción del poder que lo ve como prohibición, como el padre temible que siempre dice ‘no’ (la divergencia de Foucault con respecto al psicoanálisis es evidente). En lo que al sexo y a la sexualidad se refiere, el poder está visto tradicionalmente como el policía que llega tarde para vetar una fiesta que ya tiene forma e identidad. Para Foucault, esto es tener el asunto al revés. A sus ojos, es precisamente el ‘dispositivo de la sexualidad’ — es decir, todos aquellos saberes, reglas, normas y predicados lógico-gramaticales — que inventa ‘el sexo’ como unidad ideal y ficticia, como índice de nuestra verdad interior más profunda. El poder no se superpone después; ya está allí desde el principio, constitutivo pero remoto a la Constitución, organizando el dispositivo mediante el poder-saber que se despliega en relación a los cuerpos. Este discurso foucaultiano sobre el poder, que incorpora un pensamiento del tiempo, del devenir antes olvidado, y que difiere en aspectos importantes de aquél que se elaboró en Surveiller et punir, debe entenderse en parte como visión pos-daltoniana de un mundo atomista. Foucault habla de una ‘multiplicidad de relaciones de fuerza’ que colisionan entre sí, se desvían, se invierten, formando tejidos y espirales que giran, cambian y vuelven a agruparse de nuevo (Foucault 1976: 121-27). Hay resistencias, en efecto, pero éstas deben considerarse como el otro término en las relaciones de poder. Reduciendo el asunto a su núcleo, ya que de átomos se trata, podemos decir lo siguiente: Es imposible ocupar una posición que sea exterior al poder. Uno puede cambiar la dirección de determinadas fuerzas o alterar el equilibrio entre ellas. (Francine Masiello, en su libro Between Civilization and Barbarism, demuestra cómo el hogar y la actividad doméstica, locus y topos de un discurso archi-conservador, pudieron a fines del siglo pasado en la Argentina dar lugar a nuevos conceptos de la independencia femenina.) Sin embargo, ocupar una posición fuera de relaciones familiares, sexuales, interpersonales es, en rigor, inconcebible. El corolario necesario de esta lógica según la cual el poder no tiene exterior, es negarle interioridad al mismo. Mejor dicho, no hay oposición sostenible, oposición pura o absoluta, entre interior y exterior. Las metáforas del círculo y de la línea divisoria, lugares comunes que organizan el pensamiento occidental y que al mismo tiempo presuponen y afirman la nítida demarcación de zonas opuestas (interior/exterior, este lado/otro lado), son inadecuadas, aun cuando fuera imposible descartarlas por completo. Mayores posibilidades tienen las metáforas del tejido y la espiral (que Foucault utiliza en La Volonté de savoir); más vale hablar de poderes dominantes y poderes menores, con tal de que entendamos que los dominantes siempre pueden ser desplazados, desviados, transformados. Surgen dos objeciones bien fundadas ante un discurso tan seductor sobre el poder. Por un lado, si el poder es tan físil e inestable, si las fuerzas que lo constituyen están por naturaleza en un estado de transformación perpetua, ¿por qué sucede que ciertas formas de poder manifiestan tanta permanencia (véase Moi)? ¿Por qué no hallamos que la burguesía está en el poder un día, las lesbianas el próximo, y los vegetarianos al siguiente? Porque hay dos clases de poder para Foucault. El primero, que venimos describiendo, viene de todas partes, dice, es molecular, micro-físico. El segundo, que es evidentemente un ‘Poder’ más tradicional, ‘no es más,’ dice, ‘que el efecto de conjunto que se dibuja a partir de todas esas movilidades’ (Foucault 1976: 123). Al igual que muchos otros aspectos del primer volumen sobre la sexualidad, el dispositivo de la sexualidad pertenece, en su permanencia y en su extensión, a este macro-nivel. El sexo es tan sólo el pretexto que les permite a las sociedades disciplinarias extender su poder desde el individuo (según una ‘anatomopolítica del cuerpo humano’) hasta el cuerpo-especie (según una ‘biopolítica de la población’). No debemos dejarnos engañar por el discurso ‘micro’. Por otro lado, ¿cuáles son los criterios ético-intelectuales que han de aplicarse a la hora de decidir si determinado tipo de poder es perjudicial o no? Si los poderes son muchos y variados, si son omnipresentes, ¿qué es lo que determina si un poder es aceptable o no, legítimo o no? ‘Why is struggle preferable to submission? Why ought domination to be resisted?’ (Fraser: 278). Que yo sepa, Foucault jamás consiguió rebatir esta crítica normativista. Prefirió juzgar de manera pragmática, ‘caso por caso’, la valencia del poder sin especificar la base normativa de su juicio. Esto en parte porque optó por alinearse con los marginados, con los casos de víctimas evidentes, cuya condición flagrante no prescindía de un discurso legitimizador por parte del intelectual que explicara el porqué de su solidaridad ético-intelectual (esto explica, por otro lado, el carácter simplista del patetismo que Foucault demuestra en Surveiller et punir, como si los prisioneros fueran simples víctimas del ‘sistema’); en parte por el verdadero temor a la prescriptividad (su obra, y es un rasgo definitorio del postestructuralismo, es una larga denuncia de la dimensión prescriptiva del saber). En la tradición aristotélica, la amistad llamada ‘política’ (es decir, aquella que se basa en la utilidad) puede, al igual que la justicia, tomar la forma o bien del contrato escrito (la amistad política legal) o bien de la confianza sin contrato (la amistad política ética). La obra de Foucault abraza — clásicamente — la última. ¿Y la ley entonces? ¿Cuál es el papel del contrato escrito? ¿Cuál es la relación entre ley, poder y sexo en la obra foucaultiana? Aunque el poder moderno nace, según Foucault, en una época (tras la revolución francesa) marcada por la proliferación de códigos y convenciones escritos, la ley, tal como él la ve, no entiende el poder. La ley cree que decir ‘sí’ a la homosexualidad es aplicar el poder de la ley para detener la mano del poder. Esta última, para Foucault, no se detiene nunca. Además, el discurso legal trae consigo enormes problemas, plasmando géneros e identidades sexuales en un feroz impulso taxonómico. Después de todo, Foucault argumenta en La Volonté de savoir que el esencialismo decimonónico no se propuso excluir las ‘mil sexualidades aberrantes’; quiso, con o sin el apoyo de la Constitución, más bien constituirlas en un ‘principio de clasificación y de inteligibilidad’, en una ‘especie’ (Foucault 1976: 60). El escritor Manuel Puig, en una entrevista publicada en 1986, le sigue de cerca a Foucault en su denuncia de los procesos de especificación (literalmente, la creación, la constitución, de especies humanas)4. Para Puig, la homosexualidad en tanto especie no existe; en su lugar, ‘hay personas,’ dice, ‘que realizan actos homosexuales. [...] No me parece que la identidad deba pasar a través de la sexualidad’ (Pajetta: 86). En resumidas cuentas, Foucault sustituye el discurso de prohibición, exclusión y negación por el de clasificación y normalización. Insiste, además, en que es merced a la consolidación de sexualidades periféricas que se ramifican las relaciones del poder con el sexo y el placer. De ahí que Foucault se muestra escéptico hacia aquellos intentos decimonónicos de resistir el dispositivo de sexualidad que se articularon en el lenguaje clasificatorio de la ley y la Constitución. No se fía de aquellas reivindicaciones del derecho a la vida, a la salud y al cuerpo. A su modo de ver, al menos en los años setenta, el concepto de ‘individuo’ cuyos derechos se reivindican forma parte del problema. En el prefacio que escribió para la traducción inglesa de L’Anti-Oedipe de Deleuze y Guattari, nos urge a no exigir de la política que restaure los derechos del individuo; lo que hace falta, dice, es la ‘des-individualización’ (Foucault 1990: xiv). Por esta misma razón, si se me permite un juicio algo sumario, el trabajo de Foucault, con su profundo escepticismo hacia el discurso del liberalismo y de la Ilustración, difícilmente se presta al análisis de la política y las identidades sexuales. Aunque luchara políticamente por muchas causas individuales (por los inmigrantes norteafricanos en Francia, por los boat people vietnamitas), Foucault no dejó nunca de manifestarse intelectualmente escéptico en lo concerniente a las políticas identitarias5. Sin embargo, se podría decir, contra Foucault, que no podemos no tener un discurso del ‘individuo’ y sus ‘derechos’ — por razones tanto políticas como conceptuales, es decir lógico-gramaticales. El mismo discurso foucaultiano lo dice. Foucault postula que en el acto de reivindicar el derecho a nuestro sexo y creer que lo hacemos contra todo poder, nos atamos más al dispositivo de la sexualidad. Por eso dice que ‘el punto de apoyo del contrataque no debe ser el sexo-deseo, sino los cuerpos y los placeres’ (Foucault 1976: 208). Pero estas mismas líneas albergan la ley y el discurso de los derechos del individuo. Quien afirme la necesidad de pensar más allá del sexo-deseo, más allá de una esencia del sexo, más allá de la prohibición del sexo, afirma el derecho a la afirmación. Es decir, el lenguaje de la ley y de la Constitución ya está inscrito en el discurso que las denuncia. Esta aporía indica la necesidad de una estrategia doble; la necesidad, según Jacques Derrida, de complementar el trabajo teórico con una militancia política capaz de cambiar leyes y derechos (Derrida 1982). Volveré sobre esto al final. Lo que nadie pudo prever en la trayectoria intelectual de Foucault fue la importancia que había de dar en los dos últimos volúmenes sobre la sexualidad al papel del individuo. Es más: el individuo alcanza allí una posición superior a la que vendrá a ocupar en el discurso más ferviente del liberalismo. El tema de la ley viene a ocupar una posición central también, debido, paradójicamente, a su ausencia. Foucault encuentra en la antigüedad greco-romana un ejemplo de culturas en las que, a diferencia de la época europea moderna, la cuestión de la sexualidad no figuraba bajo el signo de la ley y la prohibición. El acento recae más bien sobre la moralidad; no la moralidad entendida como código prescriptivo, sino como la manera en que se tenía que comportarse o constituirse en tanto sujeto moral en relación al código. Lo importante no es el acto sexual, ni el deseo que hay ‘detrás’, sino el hecho de que el acto sea mesurado, moderado, prudente, apropiado. En resumen, lo que importa es la economía del acto, y de todo un estilo de vivir. Por lo tanto, si un hombre pudiera aplicar esta misma moderación a su conducta sexual con adolescentes del mismo sexo, entonces no tendría por qué no constituirse como sujeto razonable de la conducta moral. Ambos libros subrayan aquellas cosas de las que anteriormente Foucault había desconfiado — a saber, el consejo de otros, la fidelidad, el placer, hasta la misma conyugalidad — aún si Derrida señalará cierta marginación en el análisis que hace Foucault de la sexualidad en la Grecia clásica precisamente de la cuestión de philía. Pero estos trabajos han suscitado asimismo críticas agudas, que, por razones de ética (no hablemos de política ahora), merecen atención. Maria Daraki le critica a Foucault el haber privilegiado el individuo a expensas del grupo, o a costa de la polis misma (Daraki: 95). Foucault dibuja a un hombre que al dominarse logra dominar a los demás. Pero, según Daraki, esto es una invención que no concuerda con el modelo de la isonomía que dictaba que ningún ciudadano podía ser sometido al poder del prójimo. El hombre foucaultiano es producto de dos variantes: (1) el hombre del autodominio que, con su ‘uso de los placeres’, debe dominarse a sí mismo para que nadie lo domine a él; y (2) el hombre ascético o ‘divino’ que, precisamente porque permanece fuera de todo placer, goza de una superioridad moral respecto de los demás. Foucault fusiona la conducta moral, social y sexual dentro de una virilidad occidental moderna que le confiere al acto de penetración una dignidad equivalente a la que acompaña al acto moral y lo hace isomórfico de la dominación social. La segunda crítica que merece ser comentada es la de Pierre Hadot. Según Hadot, cuyo trabajo Exercices spirituels et philosophie antique había influido enormemente en el de Foucault, la concepción foucaultiana del yo es moderna, demasiado moderna. Los estoicos, al contrario de lo que Foucault sostiene, no hallaron placer en el yo; sino, como dice Seneca, ‘en la mejor parte del yo’, aquella parte que ha de llevar a la virtud. Esta parte es la que precisamente trasciende a Seneca en dirección hacia la razón universal que está en todos los hombres y en el cosmos. Esta dimensión universalista y cósmica difiere bastante de la variante foucaultiana del cultivo de sí. Las críticas de Daraki y Hadot plantean preguntas importantes. El hecho de que las dos hayan sido ignoradas por la gran mayoría de los comentaristas debe recordarnos, ante el clamor de quienes se valen del tema foucaultiano de la ética, el rol primordial de la ética no como temática del quehacer académico, sino como práctica del mismo. Siguiéndole de cerca a Foucault, al espíritu de la obra foucaultiana, diría que la ética no se halla en una posición exterior al saber (como objeto de investigación); forma parte de las convenciones y los procesos del propio saber. Pero volviendo a los dos libros de Foucault, y basándome en las mencionadas críticas, se podría decir que, como quizás era de esperar, lo que subyace a los dos libros es la cuestión del poder. A primera vista, puede parecer que hubiera una ruptura marcada con los trabajos anteriores del pensador francés. Antes, el individuo era al mismo tiempo sujeto de/sujeto a un tremendo dispositivo de poder-saber; ahora, es el punto desde el que irradia el poder. Aún si es verdad que este individuo greco-romano siempre se constituía en relación al código, no por eso deja de aparecer como una gran fuerza constituyente, ejerciendo el poder sobre su propia sexualidad y, lo que es más problemático, sobre la de otros. En esta visión voluntarista de la constitución del género y de las identidades sexuales, la política viene a figurar como fait accompli, como cuerpo constituido ya. Lo que hace el individuo es constituirse a sí mismo después de que ha sido decidida la Constitución política. Por supuesto, a Foucault la política de los partidos no le hacía falta, mucho menos en el San Francisco ultra-permisivo donde vivió en sus últimos años. También es cierto que la política frecuentemente impide el cambio en vez de canalizarlo. Para aquellos homosexuales ‘carnavalescos’ que, según Jorge Salessi, lograron forjar un auténtico modo de vivir homosexual en el Buenos Aires de fin de siglo, sucede simplemente que la política carece de relevancia (Salessi: 70). Mejor constituirse a sí mismo y olvidar la Constitución. A manera de conclusión, vuelvo a plantear la cuestión de la conexión entre política y análisis cultural. Opto por plantearla mediante el trabajo de otra figura que en otra ocasión ha criticado la obra (y, lo que resulta más problemático, la persona) de Foucault6. En su libro Sexual Personae, Camille Paglia, la controvertida feminista norteamericana, hace hincapié en los dos principios que, dice, han dirigido el pensamiento occidental: el de Apolo y el de Dionisio. Apolo es frío, masculino, geométrico, búsqueda objetivante de la forma, agresión del ojo. En él, el nombre y la persona son primordiales: ‘El Occidente insiste en la identidad discreta de objetos. Nombrar es saber; saber es controlar. [...] La grandeza del Occidente surge de esta certidumbre ilusoria’ (Paglia 1992: 5). Dionisio, por otro lado, es energía, éxtasis, emoción (‘carnaval’, diría Salessi); es telúrico, femenino: Apolo hace las líneas fronterizas que son la civilización pero que conducen a la convención, la coacción, la opresión. Dionisio es la energía suelta, es loco, insensible, destructivo, derrochador. Apolo es ley, historia, tradición, la dignidad y seguridad de la costumbre y la forma. Dionisio es lo nuevo, excitante pero grosero [...]. Apolo es un tirano, Dionisio un vándalo. (Paglia 1992: 96-7) Aunque antigua, la oposición Apolo/Dionisio ha sido revivida consciente o inconscientemente por gran parte de los postestructuralistas franceses (o no tan franceses) tales como Deleuze y Guattari, Kristeva, Foucault y Derrida. Pensamos en la oposición entre molar y molecular en L’Anti-Oedipe; entre lo simbólico y lo semiótico en La Révolution dans le langage poétique; entre las tres primeras epistemes y la última en Les Mots et les choses; entre el saber (la razón) y la déraison (y también las vanguardias literarias) en Histoire de la folie; entre las disciplinas y el imposible exterior en Surveiller et punir. Sólo en Derrida (véase en particular Derrida 1967) reciben estas fuerzas aparentemente opuestas un tratamiento no binario, tratamiento que resulta justo pero que dista de ser ‘equilibrado’ (se trata precisamente de cuestionar el equilibrio entre y la estabilidad de términos supuestamente contrarios). La empresa de Foucault, por su parte, consiste en revelar el trabajo coactivo de Apolo. La ‘sexualidad’ (las comillas tienen su importancia) es obra apolínea, aún si consideramos que Foucault exagera retóricamente el poder del dispositivo (sobre todo en lo que se refiere a la confesión). Con Surveiller et punir, el sistema carcelario apolíneo logra absorber casi toda la energía rebelde de los sujetos disciplinados. Sin embargo, en los dos últimos volúmenes sobre la sexualidad, sobre la historia de la sexualidad, se le confiere a Apolo un valor positivo. El individuo, de una manera fría, calculadora, ascética, se constituye a sí mismo — y lo hace bajo el signo de la ley, la historia, la tradición, la dignidad y seguridad de la costumbre y la forma... Sin embargo, frente al triple tema de género, política e identidades sexuales, y al papel que pueden tener en el análisis cultural, no es difícil ver la razón por la que Apolo domina. Yuxtaponer, como lo hace el título de nuestro coloquio, género y política como materia prima para el trabajo intelectual supone una llamada a las armas, llamada que es simultáneamente a y para la política. A la política: se dice ‘ven, ayúdanos’. Para la política: lo que se necesita, se dice, es abarcar la política (el estado de la polis, sus leyes, las opiniones que circulan en el ágora, los roles genéricos y las prácticas sexuales que están permitidos y/o prohibidos, promocionados y/o desaprobados) en el mismo análisis cultural (no hay que dejar la cuestión del género y de las identidades sexuales a los políticos). Tal vez esta doble llamada, esta llamada que tiene más de un destinatario, enuncie asimismo un deseo: el deseo de justicia y amistad, viejos acompañantes de la política en la concepción griega de la misma. Se quiere que la política sea amiga del género, los géneros y las identidades sexuales, y también justa con ellos. Y se exige lo mismo del análisis cultural. Creo que esta amistad y esta justicia son posibles. Al fin y al cabo, los conceptos de amistad, política y filosofía pertenecen a la misma tradición, tradición que, en su variante aristotélica, reconoce un lazo sistemático entre, por un lado, la facultad propiamente humana de decisión, de deliberación o de cálculo implicada en la más alta forma de amistad (aquélla basada en la virtud), y, por otro lado, los conceptos de ley (nómos), de convención (suntheke) o de comunidad (koinonía) que están implicados tanto en la amistad como en la democracia y que las unen en su esencia misma (Derrida 1994: 224). Tanto la política como la producción académica, que siempre tienen lugar bajo el signo de Apolo, de logos, orden y convención, son capaces de otorgar nuevos derechos, de revisar viejas categorías, de introducir nuevas clasificaciones. Y ¿qué designa la palabra género si no una clasificación, un orden, una especie? Basta echar una mirada a la historia político-legal en relación al género para constatar la posibilidad de amistad y justicia. Otra vez pienso en el trabajo de Masiello, que muestra la presión ejercida por sindicatos, revistas y simposios feministas en las dos primeras décadas de este siglo para conseguir el acto de emancipación de 1926, que confirió estatus civil a mujeres solteras, divorciadas y viudas (Masiello: 169). No obstante esta posibilidad, no hay que olvidar que esta tradición, en la que se unen amistad, democracia y filosofía, conlleva dificultades precisamente con respecto al género, con respecto al respeto de los géneros. La tradición griega — al igual que la interpretación que Foucault da de ella — está basada en un modelo de la amistad exclusivamente entre hombres, en una doble exclusión de lo femenino (es decir, la amistad entre hombre y mujer, y entre mujeres) (Derrida 1994: 310). Cabe la posibilidad, entonces, de que la política jamás pueda ser amiga del género, es decir de todos los géneros — sobre todo del género femenino — siempre que la política misma, la democracia misma, no se dirija al privilegio que tradicionalmente se les confiere a los temas de la fraternidad y la fraternización que están en los orígenes del pensamiento griego sobre la política. Pero también hay otro nexo de razones por las que la política no puede necesariamente ser amiga de los géneros y las identidades sexuales y, aún menos, de la sexualidad. La primera razón no se debe a la antipatía demostrada por alguna política local y contingente; se debe más bien al hecho de que, en su esencia misma, la política no puede ser siempre amiga de todos. Como Aristóteles sabía, para que los amigos fueran amigos de verdad, haría falta que no fueran demasiados en número. El individuo no puede repartirse entre demasiados amigos (Derrida 1994: 239). Pero por encima de cualquier consideración cuantitativa, también está la razón según la cual existe una extraña violencia (entendida en el sentido derridiano, en el sentido de bias, aquella fuerza que divide la naturaleza, que imposibilita el equilibrio y la plenitud de la naturaleza) que se insinúa en el corazón de las experiencias más inocentes de la amistad o de la justicia (Derrida 1994: 258). Aquellos que hayan leído a Freud y Sade, ¿piensan realmente que la política puede ser al mismo tiempo justa con y amiga de la sexualidad (las comillas tienen su importancia, en efecto, pero la sexualidad no se reduce a la gramática, ni a un dispositivo, ni a una Constitución, ni al ‘cultivo’ de un individuo)? Si la sexualidad ha de entenderse exclusivamente como categoría de un poder nominalista en la que no caben las dimensiones involuntarias y biológicas, la facticidad material de ‘los cuerpos y los placeres’ a los que Foucault alude, se corre el riesgo de perder de vista aspectos importantes — por desagradables que sean — del problema. De hecho, el mismo Foucault, en La Volonté de savoir, dice que el análisis de la sexualidad no implica necesariamente eludir el cuerpo, la anatomía, y un cierto mínimo biológico (Foucault 1976: 199). Sin embargo, hay en Foucault un privilegio otorgado a la Lógica del Sexo. No dirijamos la cuestión de quienes somos al sexo-naturaleza, dice en La Volonté, sino al sexo-historia, o sexo-significación, al sexo-discurso: ‘Nos hemos colocado nosotros mismos bajo el signo del sexo, pero más bien de una Lógica del Sexo que de una Física’ (Foucault 1976: 102). Esta decisión, esta violencia cometida contra la palabra ‘sexualidad’, lo lleva al hipérbole du partout: ‘en todas partes [partout] fueron preparadas incitaciones a hablar [del sexo], en todas partes dispositivos para escuchar y registrar, en todas partes procedimientos para observar, interrogar y formular’ (Foucault 1976: 45). Partout paranoica que termina por ver la historia de la sexualidad moderna en tanto historia de una dominación sin ambivalencia. Podría demostrarse, si el tiempo lo permitiera, de qué forma esta lógica del sexo, esta racionalización de la sexualidad, se prolonga en L’Usage des plaisirs y Le Souci de soi. Pienso en la decisión por parte del autor de permitir que el discurso médico-filosófico de la época — discurso que les concede preeminencia a los topos estoicos de la naturaleza demiúrgica y del logos que preside el mundo, al papel de la filosofía y la racionalidad — tome el lugar, sustituyéndole sin resto, de la práctica social. Esta historiografía (y sería necesario entender el papel que en ella tiene la palabra problématisation) está en consonancia con el supuesto hegeliano más estrecho y más tradicional según la cual la plena conciencia y la esencia espiritual de una época se encuentran en su filosofía, filosofía que, además, refleja la totalidad de su era. (Sería difícil exagerar la importancia en Foucault del tema de una racionalidad opresiva y restrictiva. Es por lo tanto más que irónico que el objeto de tanta energía intelectual — y denuncia ética — marque la propia producción foucaultiana a cada paso y de manera tan insistente.) Es tal vez en su trabajo sobre la sexualidad, sobre la historia de la sexualidad, que el antagonismo foucaultiano hacia Freud sea más perjudicial. El privilegio concedido al logos, al discurso, al raciocinio y a la naturaleza demiúrgica de la tradición estoica sirve para mantener a distancia otra naturaleza, la naturaleza chthonian tal como la designa Paglia, y para agrupar bajo el control operativo del yo todas las astucias del logos. Sin embargo, si no se entiende el lado oscuro de la sexualidad, es decir, lo dionisíaco, lo chthoniano, no hay posibilidad de entender la política, una política que, aún si está atravesada ella misma por Eros, y aún si es capaz de abusar de su poder, también puede actuar para preservar la justicia contra la sexualidad. Esta concepción, hay que decirlo inmediatamente, jamás puede ser neutral. ‘Es imposible ocupar una posición que sea exterior al poder’, he dicho. El discurso de Foucault también lo dice. En el penúltimo párrafo de La Volonté de savoir, Foucault sueña con ‘otra economía de los cuerpos y los placeres’, no con el fin o la ausencia de economía (Foucault 1976: 211). ¿Podría ser, por último, que esa concepción — el trabajo de esa concepción, con sus vericuetos, aporías y objetivos apenas vislumbrados — marque una diferencia entre las prácticas de la política y aquéllas del análisis cultural, diferencia que no sería de orden genérico sino más bien una cuestión de estrategia? NOTAS 1. Al igual que el trabajo de Carlos Jáuregui, La homosexualidad en la Argentina. El agrupamiento de homosexuales en defensa de sus derechos implica, entre otras cosas, ‘democratizar y democratizarnos’ (14). Como bien sabe Jáuregui, no basta la mera presencia formal de la democracia, de una constitución democrática, para garantizar el respeto hacia el género y las identidades sexuales. Jáuregui cita al Dr. Antonio Tróccoli, Ministro del Interior en el gobierno constitucional de Alfonsín: ‘La homosexualidad es una enfermedad y nosotros pensamos tratarla como tal. Si la policía ha actuado es porque existieron exhibiciones o actitudes que comprometen públicamente lo que podría llamarse las reglas del juego de una sociedad que quiere ser preservada de manifestaciones de ese tipo’ (72). 2. Al respecto, véase Surveiller et punir 223-24. 3. Todas las traducciones son mías. 4. Uno de los descubrimientos del célebre Informe Kinsey fue el ‘continuo héterohomosexual’, como dio en llamarlo Kinsey, todo el espectro de prácticas sexuales que habían de hallarse entre los dos polos tradicionales (entre las sexualidades exclusivamente hetero-, por un lado, y exclusivamente homo- por otro) (Jáuregui 76). 5. Véase Foucault 1989. Aún si Jáuregui une la cuestión de la identidad (gay) al nombre y a la obra de Foucault (lo que es problemático), el carácter político-estratégico de su empresa dicta que no puede pasar por alto la noción de identidad. Además, es consciente del riesgo de ‘encasillamiento’ que se corre (11-12), e insiste, con razón, en la identidad en tanto ‘transformación’ perpetua. 6. En un trabajo en el que critica a Foucault directamente (Paglia 1993), Paglia sostiene que Foucault se pasa la vida intelectual negando la necesidad de lo apolíneo en las sociedades, pero que al mismo tiempo el tratamiento que da a la sexualidad es una manifestación tardía de la más alta tradición racionalizadora, fría y abstracta de Apolo. OBRAS CITADAS DARAKI, Maria. ‘Michel Foucault’s Journey to Greece.’ Telos. 67 (1986): 87-110. DERRIDA, Jacques. ‘Violence et métaphysique: Essai sur la pensée d’Emmanuel Levinas.’ L’Ecriture et la différence. Paris: Editions du Seuil, 1967. 117-228. ———. ‘Choreographies.’ Diacritics. 12 (1982): 66-76. ———. Politiques de l’amitié. Paris: Editions Gallimard, 1994. FOUCAULT, Michel. Surveiller et punir. Naissance de la prison. Paris: Editions Gallimard, 1975. ———. La Volonté de savoir. Histoire de la sexualité. Vol. 1. Paris: Editions Gallimard, 1976. ———. L’Usage des plaisirs. Histoire de la sexualité. Vol. 2. Paris: Editions Gallimard, 1984. ———. ‘Friendship as a Way of Life.’ In Foucault Live (Interviews, 1966-84). Trans. John Johnstone. Ed. Sylvère Lotringer. New York: Semiotext(e), 1989. 203-09. ———. ‘Preface’. In Gilles Deleuze and Félix Guattari. Anti-Oedipus: Capitalism and Schizophrenia. Trans. Robert Hurley, Mark Seem and Helen R. Lane. London: Athlone Press, 1990. xi-xiv. ———. ‘La psychologie de 1850 à 1950.’ In Dits et écrits 1954-1988. Vol. I, 1954-1969. Ed. Daniel Defert and François Ewald. Paris: Editions Gallimard, 1994. 120-137. FRASER, Nancy. ‘Foucault on Modern Power: Empirical Insights and Normative Confusions.’ Praxis International. 1 (1981): 272-287. HADOT, Pierre. ‘Reflections on the Notion of "the Cultivation of the Self".’ In Michel Foucault, Philosopher. Ed. François Ewald. Trans. Timothy J. Armstrong. New York: Harvester Wheatsheaf, 1992. 225-232. JAMES, Daniel. Resistance and Integration: Peronism and the Argentine Working Class. Cambridge: Cambridge University Press, 1988. JÁUREGUI, Carlos. La homosexualidad en la Argentina. ??? MASIELLO, Francine. Between Civilization and Barbarism: Women, Nation and Literary Culture in Modern Argentina. Nebraska: University of Nebraska Press, 1992. MOI, Toril. ‘Power, Sex and Subjectivity: Feminist Reflections on Foucault.’ Paragraph. 5 (1985): 95-102. NIETZSCHE, Friedrich. Human, All-Too-Human: A Book for Free Spirits. Part II. Trans. Paul V. Cohen. London: Allen and Unwin, 1924. PAGLIA, Camille. 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